El 23 de abril es la Diada de Sant Jordi. Toda Catalunya se vuelca en esta fiesta y sale a la calle. La gente pasea y se pierde por las paradas llenas de libros que hay por la ciudad y sobre todo por el centro de Barcelona.. También es tradición regalar una rosa. Y, aunque la tradición dice que son los hombres quienes regalan la flor ya hace tiempo que la entrega de la rosa es recíproca. Sant Jordi es un día lleno de cultura y amor.
Siempre que hablo de libros me viene a la cabeza el recuerdo de Eduardo Fidalgo. Le conocí un día cuando entró por la redacción de El Periódico empujando una carretilla. Llevaba también colgadas cuatro bolsas enormes de viaje llenas de libros. Mientras hacía su paseíllo semanal, venía los jueves, Eduardo iba saludando a diestra y siniestra sin soltar su preciado cargamento hasta dejarlo en las mesas libres cerca de las secciones de Espectáculos, Deportes y Cultura, al fondo de la redacción.
Poco a poco, colocaba sus libros con mimo y exquisito amor en las mesas que le hacían de escaparate y acto seguido se dedicaba a visitar a sus clientes. Llevaba consigo una minúscula lista escrita con letra aún más pequeña digna de un experto en realizar chuletas para los exámenes finales. Apuntaba peticiones y de paso, iba cobrando los libros vendidos a plazos o los que te había fiado cuando no llevabas dinero suficiente. Sólo se quejaba si le pagabas con billetes grandes, se quedaba sin cambio.
Libros clandestinos en Barcelona
Yo no sabía que ese señor que hablaba despacio y flojito, poco antes de la democracia ya traía interesantes libros a las redacciones de El Correo catalán, Diario de Barcelona, Tele/eXprés y La Vanguardia. Con su cuñado habían puesto en marcha el negocio nada lucrativo de vender libros.
Su inquietud y talante de izquierdas hacía que se arriesgase para conseguir libros que la censura franquista había prohibido. El mero hecho de que la policía te encontrase con libros censurados podía significar ir a la cárcel. Por eso, una vez Eduardo me confesó el miedo que pasaba aquellos años: “Sudaba la gota gorda cuando iba por la calle con la bolsa, a veces maleta, y me cruzaba con algún coche de la policía”.
Era el librero sin librería, el señor de los libros, como lo definió en su obituario Domingo Marchena en La Vanguardia en abril de 2015.
Su padre, Eduardo Fidalgo Álvarez, socialista y sindicalista de la Federación Bancaria de Galicia de la UGT, había sido encarcelado tras el golpe de estado del 18 de julio del 36 y gracias a las gestiones del cónsul cubano en Vigo, que le consiguió la nacionalidad cubana, pudo partir con su familia a Cuba.
Eduardo hijo volvió a España cuando cumplió la mayoría de edad para hacer el servicio militar y en Ourense conoció a Charo. 10 años después se casaron y no volvió a la isla caribeña.
Su cuñado Rufino Torres tenía en Barcelona el negocio de distribución e importación de libros, sobre todo de Francia.
Rufino tenía verdadero olfato editorial. Importaba libros prohibidos por la censura franquista de la editorial Ruedo Ibérico, además de los “legales “que le servían de cobertura legal.
Parece mentira (o no) pero los libros “ilegales” reportaban a Rufino un negocio floreciente y por eso pidió ayuda a su cuñado Eduardo para que dejase Galicia y viniese a Barcelona.
Antes de Amazon llegó Fidalgo
Eduardo, como buen librero, era un buen lector y siempre te recomendaba el adecuado para ti. Su amiga y periodista Mayka Navarro recuerda : ”Nos encontrábamos por el barrio, comprando pan en el Escribá. Allí aprovechaba para preguntarle qué novedades traería esa semana al diario. Me hizo ampliar mi biblioteca de novela negra, sabía que hacía crónica de sucesos y me recomendó varios, entre ellos, “Lo que cuentan los muertos”, de José Antonio Sánchez y “Los cadáveres pueden desvelarnos secretos, solo hay que saber escucharlos”, de Enrique Dorado. De Martí Gómez tengo varios, pero uno que me gustó mucho fue “Animales de compañía: historias reales de atracadores fracasados, estafadores modélicos, amantes deprimidos y correspondencia de prisión”.”.
Fidalgo afirmaba que era imprescindible leer “El puerto de los aromas”, de John Lanchester y predijo que conseguiría premios. De hecho, el Gremi de Llibreters de Catalunya lo premió en el 2005. También te recomendaba el bestseller del momento para que estuvieras siempre al día… y usaba el marketing, “De este he vendido ya siete en El País” para que le compraras un ejemplar.
Pero para él, sus autores preferidos eran los latinoamericanos aunque hacía un esfuerzo para contentarnos a todos, especialmente a las secciones de Infografía, Edición gráfica y Fotografía que nos consideraba los raros.
Al rincón de pensar
La tarde del 4 de enero de 2007, como todos los jueves, Eduardo apareció por la redacción cargado de sus libros y tentándonos con un “¡Aprovecha hoy, es un regalo magnífico para Reyes!”. Me acerqué a él y preguntó si quería algún libro.
-No, te quiero a ti, al librero. Estoy haciendo un retrato diario de un personaje para un libro y quiero que salgas. Me gustaría hacerte dos retratos. Uno más formal y el otro más divertido. He pensado en fotografiarte como si estuvieras castigado y fueras un colegial. Ese niño que por hablar en clase le castigan al rincón de pensar y con los brazos en cruz aguantando un par de libros. ¿Qué te parece?
-Bueno muchos libros no, que me pesan -accedió Eduardo.
Se fue a la mesa y cogió dos libros. En la mano derecha puso con delicadeza “Che Guevara: Una vida revolucionaria” de Jon Lee Anderson, y en la otra mano “Las aventuras de Huckleberry Finn” de Mark Twain.
Para la foto seria, eligió posar con el libro del Che Guevara.
Eduardo Fidalgo Cerreda nos dejó el 17 de abril de 2015. Una semana antes de celebrar Sant Jordi, que aquel año se celebró en jueves. Seguro que habría aparecido por la redacción con su carretilla y sus bolsas para recomendarnos las últimas novedades.